Simón Rodríguez: Toparquía, nueva geometría del poder y el derecho a la ciudad. Héctor Torres Casado

 

Héctor Torres Casado[1]. Dirección de Docencia e Investigación. Correo-e: htcasado@gmail.com
Resumen.   El presente trabajo comprende una reflexión sobre el derecho a la ciudad que parte de el pensamiento político de Simón Rodríguez y lo vincula con el planteamiento de la “nueva geometría del poder” contenida en el anteproyecto de Reforma constitucional de 2007. El artículo abre la reflexión sobre los componentes de ese derecho, según las definiciones de Henry Lefevre y David Harvey, y un aspecto adicional contenido en la “nueva geometría del poder”, que al igualar a todos los asentamientos humanos en el reconocimiento del rango de ciudad, da al traste con la dicotomía entre lo rural y lo urbano. Así mismo, el trabajo relaciona uno de los componentes del derecho a la ciudad con las tipologías arquitectónicas y el prototipo con la negación de ese componente.                                                                          ¿Por qué será, por ejemplo, que Soledad, que tiene su vida atada a Ciudad Bolívar, depende administrativamente de Barcelona que esta como a 100 kilómetros de distancia o más, con las consecuencias que esto implica y que se traducen en las dificultades para hacer llegar hasta allí la acción de gobierno? Sus habitantes cruzan a diario en lanchas, allí en la angostura del río Orinoco, para ir a trabajar, comprar y reunirse con amigos y familiares, pero para mejorar sus condiciones en Soledad tienen que esperar que el largo brazo del gobierno del Estado Anzoátegui, radicado en Barcelona, logre alcanzarlos aunque sea con el dedo meñique.
Cuando Simón Rodríguez en carta del 3 de febrero de 1847 a Anselmo Pineda, escribe:
Los gobiernos republicanos no han de ser tragaldabas, como los monárquicos. Los vastos dominios se gobiernan mal, al paso que se aleja del centro. La influencia moral es al revés de la influencia física; en esta se ve que los cuerpos inmediatos a un foco, se abrasan, mientras los distantes están fríos, por el contrario, la administración más moderada es despótica a lo lejos, por el abuso que los empleados hacen de sus facultades, al favor de la distancia.[2]

Rodríguez cuestiona la organización del territorio heredada del régimen colonial derribado por la gesta independentista hacía apenas dos décadas. Esa organización del territorio se había configurado de manera caótica a través de un largo proceso, mediante una combinación de los intereses particulares de los colonizadores adelantados y los propósitos de dominación a distancia de la corona española.

La división territorial en provincias coloniales fue la expresión de la territorialidad de las capitulaciones. En ellas se establecían, sobre un territorio desconocido, los derechos y obligaciones del conquistador adelantado, los derechos de la corona y la dependencia del alcance territorial de esos “contratos” de la obligación de fundar villas y ciudades. La capitulación, que en términos  contemporáneos puede considerarse como una especie de contrato de concesión sobre las tierras por descubrir que la corona otorgaba a los jefes de las expediciones descubridoras, constituyó el título jurídico fundamental que sirvió de base para el proceso de descubrimiento, colonización y población. Así, los conquistadores adelantados compitieron por abarcar territorio para ejercer su dominio a través del señorío sobre las tierras y ese proceso fue lo que configuró las provincias que estos tenían derecho a gobernar.

Adicionalmente, Rodríguez agrega en la misma carta :
Si el que manda no ve el alto gobierno en el bajo, yerra, creyendo acertar.
Por eso he dicho, en defensa de Bolívar, que “el que no aprende política en la cocina, no la sabe en el gabinete”
En resumen.
El mejor gobierno, a larga distancia, es malo, y con las quejas sucede al contrario. Salen vivas de la boca del quejoso, en el camino se desvanecen, y llegan moribundas (si es que llegan) a los oídos del gobernante.[3]

Frente a esa división político-administrativa que configuró la geometría de la dominación en América del Sur y mutó en Venezuela con la división territorial en los estados regionales a mediados del siglo XIX, sin transformar su propósito despótico y conservando los municipios y las parroquias eclesiásticas, lo que propone Simón Rodríguez es una organización territorial distinta cuando escribe:
La verdadera utilidad de la creación es hacer que los habitantes se interesen por la prosperidad de su suelo; así se destruyen los privilegios provinciales; ojala cada parroquia se erigiera en toparquía; entonces habría confederación… el gobierno más perfecto de cuantos pueda imaginar la mejor política! Es el modo de dar por el pie al despotismo… (y esto es, mil y mil veces) si se instruye, para que haya quien sepa y si se educa para que haya quien haga. Casas, lugares, provincias y reinos rivales, prueban mala crianza.[4]

En términos contemporáneos, las toparquías pueden entenderse hoy como equivalentes a los consejos comunales, cuyos territorios se conforman por el alcance de las relaciones de convivencia en un contexto en el que sus habitantes comparten necesidades y deseos, una cultura y una historia local. Pero más allá de organizarnos en nuestras comunidades, Rodríguez nos propone organizar el territorio como un tejido de toparquías que nacen de las más íntimas relaciones de convivencia y se asocian a partir de sus afinidades en escalas de mayor alcance territorial. Una organización del territorio que no se forma desde la imposición desde arriba sino que, por el contrario, se conforma en un proceso de abajo hacia arriba, es decir: del bajo gobierno al alto gobierno.

Lo más que nos hemos acercado a la propuesta de Simón Rodríguez está en el planteamiento de la nueva geometría del poder contenida en el proyecto de reforma constitucional de 2007[5]. En él se propone la sustitución paulatina de la organización político-territorial que ha garantizado la espacialidad del dominio de la clase que traicionó al Libertador Simón Bolívar, y que desde la colonia arrastramos, con sus mutaciones (estados, municipios, parroquias). Se concibe como un proceso de organización en consejos comunales que se agrupan en tejidos de comunas, para terminar consolidándose en ciudades federales con su autogobierno. Los límites de estos territorios, que se escindirían de los municipios para auto-gobernarse a nivel local, ya no serían abstractos e impuestos por intereses ajenos, sino los límites de las relaciones de trabajo, producción, comercialización y consumo, relaciones familiares, de amistad, de ocio, en fin de solidaridad, cooperación y cultura compartida.

En la propuesta se define la ciudad como todo asentamiento humano, es decir: independientemente de su tamaño y población todo asentamiento tiene rango de ciudad, configurándose así como un derecho: el derecho a la ciudad, que es no solo el derecho a acceder a los beneficios que ella ofrece sino el derecho colectivo a participar en su construcción según nuestros deseos[6]. Este planteamiento es, sin duda, rodrigueano y debería, en mi opinión, ser reconsiderado por la Asamblea Nacional Constituyente en este nuevo proceso de refundación de la república, que hemos decidido transitar los venezolanos mediante el voto.

El reconocimiento del rango de ciudad a todo asentamiento humano revela otro aspecto omiso y tácito de la propuesta, que  es la desaparición de la dicotomía entre campo y ciudad o entre lo urbano y lo rural, ya que iguala en términos de derecho a todos los asentamientos humanos. Es decir: no solo una ciudad grande o pequeña, sino un pueblito o un caserío, tres o cuatro casas en una relación cercanía, un shabono yanomami, un caserío familiar wayuu o un conjunto de callejones familiares Añú, independientemente de la infraestructura con que cuente o su solidez o estabilidad tienen rango de ciudad y, por lo tanto: derechos de ciudad. Derecho a servicios e infraestructura y derecho a perpetuar su cultura de habitar.

Ahora, si el derecho a la ciudad comprende dos componentes fundamentales, solo uno de ellos, el acceso, para su disfrute, a los beneficios que la ciudad ofrece (alimentación, salud, educación, vivienda, redes de servicios, recreación, etc.) es el comúnmente ofertado en las políticas, por ser el más cercano a nuestra vida cotidiana. El otro, el derecho a participar colectivamente en la construcción de la ciudad según nuestros deseos es obviado o mal interpretado porque los aspectos de su realización son menos evidentes.

¿Qué significa participar colectivamente en la construcción de la ciudad según nuestros deseos? En primer lugar, “colectivamente” nos remite a una acción no de individuos ni tampoco de grupos con intereses particulares, sino por el contrario, se refiere a la acción de las fuerzas sociales en la construcción de la ciudad[7], lo que, a su vez, implica una acción en el tiempo, pero en un tiempo dilatado al ser las fuerzas sociales una instancia de una cierta indeterminación. Es decir, la acción de las fuerzas sociales en la construcción de la ciudad no es coyuntural sino histórica, es el imaginario condensado en nuestras tradiciones formales lo que al expresarse en las edificaciones construidas por generaciones se traduce en  deseo colectivo y configura la realización de ese otro componente del derecho a la ciudad.

En este punto se encuentran la escala de la ciudad y la escala de la arquitectura, expresándose en la arquitectura de la ciudad mediante su construcción con base en tipologías arquitectónicas[8]. Es en el tipo arquitectónico como producto de la historia en donde se hace reconocible la cultura de habitar y la cultura formal, estética y constructiva de un pueblo y a través del cual puede entenderse la acción de las fuerzas sociales en la construcción de la ciudad  y, por lo tanto, el sentido colectivo de ese proceso.

Señala Abner Colmenares que “el historiador Giulio Carlo Argán formuló el concepto de tipo con una connotación más amplia, dentro de la noción de tipología.”[9]. Así, la formación de un tipo supone la existencia previa, en la realidad, de una gran cantidad de muestras agrupables en una serie (como por ejemplo “la casas de patio”), realizadas en un extenso periodo de tiempo de manera que dan sustento a la síntesis que constituye el tipo. El tipo es pues un producto del devenir histórico, y termina siendo atemporal y anónimo.

Otra cosa sucede con el prototipo que se origina probablemente en los conjuntos de vivienda de los movimientos higienistas en el siglo XIX y es relanzado por Le Corbusier en 1924[10]. El prototipo no es un producto de la historia sino una solución práctica a los problemas originados como consecuencia de la industrialización y su efecto en las ciudades. Consiste en el proyecto arquitectónico acabado de una edificación que se construye y repite muchas veces exactamente igual, organizada sobre un lote de terreno. De esa manera, el prototipo da soporte a una manera artificial de construir la ciudad no por la acción de las fuerzas sociales sino, por el contrario, de individuos y grupos con intereses o motivaciones de carácter coyuntural. En consecuencia, el prototipo podría representar la anulación de la acción de las fuerzas sociales y así, la negación del derecho a la construcción colectiva de la ciudad al proponer, como producto acabado y totalmente definido, una pretendida forma estandarizada de vivir que nada tiene que ver con la tradición y cultura de los pueblos.

La ciudad construida así, las personas siempre la llenaran con su presencia, sus objetos, sus sabores y olores, sus juegos, alegrías y tristezas, pero lo harán en contra de una espacialidad adversa que finalmente los alienará a favor de la imposición de modelos ajenos, que reproducirán como propios sin advertir el programa de uniformación oculto que tienen encapsulado.

Referencias bibliográficas 
Asamblea Nacional (2007). Anteproyecto para la reforma constitucional. Propuesta del Presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez. Ediciones de la Presidencia de la República. 
Cesari Maurice. (1990). El espacio colectivo de la ciudad. Barcelona, España: Oikos-tau, S.A. 
Colmenares, Abner (1995). La cuestión de las tipologías arquitectónicas. Ediciones de la biblioteca de arquitectura, Facultad de Arquitectura y Urbanismo UCV. 
Le Corbusier (1924). La ciudad del futuro. Ediciones Infinito (1985). Buenos Aires, Argentina. 
Rossi, Aldo (1966). La arquitectura de la ciudad. Barcelona: Editorial Gustavo Gilli.




[1] Arquitecto egresado de la Universidad Central de Venezuela en 1989. En la gestión pública, se desempeñó como Presidente del Instituto del Patrimonio Cultural entre 2010 y 2011, fue Viceministro de Planificación del Sistema Nacional de Vivienda y Hábitat entre 2008 y 2009, fue Viceministro de Obras y Proyectos Turísticos entre 2012 y 2013. En la academia es profesor de Diseño Arquitectónico en la Universidad Central de Venezuela desde 2001. Actualmente es Profesor-Investigador de la Fundación Escuela Venezolana de Planificación y cursante del Doctorado en Historia Insurgente (CNH-UNEARTE). 
[2] Simón Rodríguez. Obras completas. P. 540-541. 
[3] Rodríguez, Simón. Obras completas. P. 541. 
[4] Idem 2. P. 542 
[5] Asamblea Nacional (2007). Anteproyecto para la reforma constitucional. Propuesta del Presidente de la República Bolivariana de Venezuela. 
[6] Harvey, David (2012) P. 20 
[7] Cesari, Maurice. (1990) El espacio colectivo de la ciudad. P. 13, 14. 
[8] Rossi, Aldo. (1966) La arquitectura de la ciudad. 
[9]. Colmenares, Abner (1995) La cuestión de las tipologías arquitectónicas. P 16 
[10] Le Corbusier (1924) La ciudad del futuro.

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